miércoles, 28 de mayo de 2008

El arte de vanguardia del bondi bairesino


En Buenos Aires los colectivos: “bondis” son un medio de transporte que tiene entidad propia, un personaje de la ciudad, un artista.

Un vehículo que por fuera tiene diferentes colores, pero siempre con un diseño único de firuletes del año 40, una geta chata representada por un vidrio que te mira con cara de aplanadora (el parabrisas) y, generalmente, llevan una capa de barro seco, color terra, con terminación “salpiqué”.
Por dentro posee un diseño exclusivo de Berni con materiales reciclados, como ser una goma “morley” de piso, que tiene la particularidad de que cuando llueve, el agua se introduce por las canaletitas y produce un efecto “mugré” (mezcla de mugre y agua) y una melodía fantástica para los oídos cuando la goma hace fricción con la suela de las zapatillas de los pasajeros.
Además, posee un diseño exclusivo de asientos, con un material de cuero negro que se rompe con facilidad pero que está a la última moda, inspirada en los jeans deshilachados y, si queremos seguir con los modelos exclusivos, algunos poseen parches y graffitis que dan la sensación de que, si nos abstraemos un poco, uno está en la feria Buen Día de plaza Armenia viendo producciones de diseñadores independientes.

Las ventanas… las ventanas? Están cerradas o abiertas, nada de querer abrir la ventana corrediza del bondi, y menos cuando hace frío. No por la temperatura del ambiente, sino porque los dedos congelados tratando de hacer presión contra ese sistema tan práctico de palanquita produce un tatuaje, una línea roja en los dedos (de hacer fuerza y que no abra) que corta la circulación y te queda la marca para siempre. El metal debe ser finito y filoso, como para que el efecto artístico dure por un par de horas al menos.
Ahora bien, viajar en bondi en Buenos Aires se asemeja a ir a una rave en un simulador espacial (sí, sí, el argentino que esté leyendo esto sé que está pensando en el tren también, pero eso da para otro extenso capítulo). El vehículo va a toda velocidad, se escucha un ruido constante a elefante desenfrenado, está lleno de gente empujándote, cuando frena el bondi hace un sonido intermitente mezcla entre vibrador e instrumento de percusión. Todas las personas se mueven para un lado y al otro por la inercia que genera la frenada violenta del conductor que agarró el semáforo en rojo en el medio de la bocacalle.

Y de pronto… (y esto es lo que más me hace acordar a una fiesta de música electrónica…) empieza a salir de las rendijas de los asientos de atrás un humito caliente, proveniente del motor que podría asemejarse a algún líquido alucinógeno, efecto generado por el calorcito, potenciado por partículas de carbón para que pegue más. Y el olor… ese olor que te entra por la nariz y te recorre el esófago hasta pasar al estómago, y te da unas nauseas que son síntoma exclusivo del viaje en bondi bairesino. Lo único que no me cierra el tema de la rave es la cumbiancha que escucha el conductor, que me despierta de este sueño electrónico imaginario que estaba creyendo que me hacía transformar todo lo desagradable del viaje en placentero.

Ah! Y también lo que me pincha el climax es el compañero que está parado al lado mío, que para sostenerse de semejantes movimientos peristálticos, debe elevar su brazo y llegar con su mano al caño del techo, que en esos momentos uno lo siente más alto que el techo del teatro Colón, y sale un olor parecido a cebolla que, debo confesar, por momentos también me pega y me deja high…
Sólo basta con observar con detenimiento y vivir con intensidad un viaje en un medio de transporte porteño para darnos cuenta que los bondis bairesinos sí que están al último grito de la moda.

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